¿Una universidad para todos?

México

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¿una universidad para todos?

Foto de: Alberto Uc.

Fecha de publicación: 6 de marzo de 2012

La educación es un derecho universal y una garantía para el desarrollo integral de las personas y las sociedades; aunque su acceso es libre, igualitario y –en lo deseable– obligatorio, cada vez es más frecuente escuchar de labios de líderes, empresarios y catedráticos de todo el mundo, el énfasis que hacen acerca del mérito que tenemos las personas (o no) de acceder a una formación de carácter profesional. El artículo 26 de la misma declaración universal de derechos humanos así lo recalca [‘…el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos’]. En este sentido, no me parece descabellado plantear la cuestión no tanto sobre el acceso a las universidades, sino respecto a la meritoriedad de ingresar a las instituciones educativas de mayor calidad y al hecho de que una universidad se erija como una de ellas.

Los países más desarrollados, tomemos por ejemplo Reino Unido y Estados Unidos, cuentan con una oferta universitaria de acceso general (que contempla escuelas públicas y privadas), pero también tienen sus instituciones educativas de gran abolengo: Cambridge, Oxford, Harvard, Yale, entre otras; a las cuales es posible ingresar, sin embargo, no cualquier persona reúne fácilmente los requisitos económicos y formativos para hacerlo. Los primeros tienen que ver con el costo de una educación de calidad y la plusvalía que otorga el prestigio de la institución, siendo este –desde mi punto de vista– uno de sus capitales más valiosos (el cual no puede aceptar ningún tipo de derogación). Los segundos se relacionan –precisamente– con el perfil integral del aspirante y esa meritoriedad de saber capitalizar los recursos a los cuales podría acceder, para beneficio propio como de su comunidad; situación que le empeña un fuerte compromiso.

Dejemos de lado por esta ocasión los requisitos económicos y aboquémonos a los formativos. Entonces, ¿por qué una universidad de calidad no habría de ser para todos? En mi opinión, el primer atisbo de la respuesta se encuentra en los estudiantes. Y el siguiente, en las propias escuelas.

En México (cuyo caso no es tan distinto a los de otros países de Iberoamérica), los aspirantes universitarios llegan a tocar las puertas de las instituciones educativas más para cumplir con un ‘requisito’ que por convicción propia, lo que pone de manifiesto el escaso sentido social que se tiene acerca del porqué hacer una carrera universitaria. Así, buena parte de los jóvenes arriban carentes de una formación elemental sólida, de las competencias educativas básicas o de la motivación genuina que los impulse a desarrollarse. Una educación de calidad, en sentido estricto, les constriñe.

Para nadie es un secreto que nuestros muchachos adolezcan, por ejemplo, de una mala ortografía y redacción, de una falta de lógica, cálculo y pensamiento abstracto, así como de un escaso nivel de comprensión histórica y sociocultural, sólo por citar algunas deficiencias; tampoco es un secreto que los estudiantes sean muy poco disciplinados y no tengan la humildad para reconocer que ‘se encuentran mal’, o menos aún, que no tengan la voluntad de hacer un cambio y trabajar en sí mismos, en el seno natural de lo que es la universidad: un centro de formación superior, que exige esfuerzo. A todo esto, ellos mismos preguntarán ‘¿pues para qué?’.

Sin embargo, este bajo nivel de desempeño de los estudiantes, así como la ley del menor esfuerzo que ahora prevalece en los centros educativos, se debe en gran parte a las mismas universidades, que ‘así de simple’ han disminuido sus criterios de selección con tal de engrosar la matrícula, lo cual atenta –en definitiva– contra ese prestigio que ya antes mencionaba.

Pero una selección holgada de sus aspirantes no ha sido el único ‘pecado’ que han cometido las instituciones de educación superior; aunado a ello se encuentra la obsolescencia de su estructura administrativa (también carente de competencias), su escaso éxito en la adopción de un nuevo modelo educativo y –gran error– el debilitamiento de su planta de catedráticos (tanto su presencia como su desarrollo), que es sobre la que se cierne buena parte de la efectividad y el prestigio de un sistema universitario (incluso del negocio). Todos ellos, vicios que permean por completo la estructura educativa del país y que nos han hecho caer más en una meritocracia administrativa que en una meritoriedad de la calidad de la educación.

En consecuencia, la falta de mérito no recae exclusivamente en el perfil de los estudiantes, sino –también– en el perfil de las universidades, en tanto que estas han dejado de verse como verdaderas instituciones académicas y se asemejan cada día más a puros negocios. Si las opciones ya eran de por sí limitadas, en el corto plazo parece que serán nulas, y entonces nadie absolutamente nadie tendrá acceso a una educación universitaria de calidad (ni por merecerlo ni porque las haya). A menos que ‘esa’ sea la opción que como sociedad nos merezcamos y estemos dispuestos a aceptar.

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